No es solo una banqueta, es una barrera a mi libertad. Ana Sofía Pérez (2025).
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No es solo una banqueta, es una barrera a mi libertad. Ana Sofía Pérez (2025).
Al enfrentarme a esta banqueta, como persona con discapacidad, me invade una sensación de peligro constante. Cada obstáculo: las piedras sueltas, la basura, los desniveles, se convierte en una barrera que me recuerda que la ciudad no está pensada para mí. No solo temo caer o lastimarme, también siento una profunda frustración por la indiferencia reflejada en cada rincón descuidado. Moverme por este espacio se vuelve una tarea desgastante, llena de ansiedad. Cada pequeño avance es una lucha, no solo contra los obstáculos físicos, sino contra la invisibilidad que estas condiciones reflejan. Me hace sentir que mi derecho a la movilidad, a la autonomía y a una vida plena es ignorado. La falta de accesibilidad no es un detalle menor: es una forma de exclusión diaria que limita mis oportunidades de estudiar, trabajar, convivir o simplemente de disfrutar del espacio público. Más allá de la inseguridad física, esta banqueta deteriorada me transmite un mensaje doloroso: que mi presencia en el espacio urbano no ha sido considerada. Cada vez que encuentro un sitio así, siento que el entorno me empuja a depender de otros, a resignarme o incluso a evitar salir. Pero no quiero vivir resignándome. Quiero una ciudad que entienda que la accesibilidad no es un favor, es un derecho fundamental. Ubicación: Calle Pavo 33 entre Pedro Moreno y Federalismo. Caminar la ciudad nunca ha sido tan sencillo como suena. Para muchos, salir a la calle es parte de la rutina; para mí, es una coreografía pensada, planeada, y muchas veces frustrante. Me llamo Ana Sofía y tengo una discapacidad motriz. Uso silla de ruedas desde que era bebé. Para mí, “caminar” la ciudad implica rodar con cuidado entre banquetas rotas, rampas mal hechas o inexistentes, y la constante sensación de que esta ciudad no fue pensada para mí. Pero aún así, salgo, miro, y escucho. Porque en sus muros, Guadalajara también grita, y yo, desde mi silla, también tengo algo que decir. Cuando conocí el proyecto Caminar la ciudad, no solo vi fotografías; vi pedazos de mi día a día. Las paredes que otros fotografiaron son las mismas que yo he observado desde abajo, desde mi altura, desde mi perspectiva que muchas veces es ignorada. Leí frases escritas con rabia, con tristeza, con dignidad: mensajes que decían “nadie va a pensar en ti mejor que yo”, “niñas no”, “nos están olvidando”. Y pensé: ¿Quiénes son ese “nos”? ¿Estamos también los que usamos bastón, muletas, sillas? ¿Están nuestras voces en esos muros? El recorrido se realizó en algunas calles del centro de Guadalajara, una zona que, como bien se dijo, se siente abandonada, insegura, triste. Y sí, lo es. Yo he sentido ese abandono muchas veces cuando intento cruzar una calle sin semáforo peatonal o cuando tengo que bajarme de la banqueta porque alguien decidió poner una maceta donde debía haber una rampa. La gente te mira, algunos con lástima, otros con incomodidad, y la mayoría simplemente no te ve. Lo más pesado no es la silla; es la indiferencia. En el recorrido urbano que muestra la exposición, también se habla de la gentrificación. De cómo dos colonias, divididas por una avenida, pueden tener realidades completamente distintas. Yo he sentido esa frontera en la piel. En una colonia, hay calles lisas, limpias, con rampas bien hechas, espacios peatonales amplios, cafés donde puedo entrar. Cruzando la avenida, las banquetas son un campo minado, los negocios tienen escalones imposibles, y la ciudad me dice, sin hablar, que ahí no soy bienvenida. Esa división no es solo económica o estética; es humana. Es una barrera que separa quién puede habitar la ciudad y quién apenas puede tolerarla. Ver estas fotos me hizo pensar en cómo las paredes, al llenarse de mensajes, se convierten en espejo de lo que duele. Pero también me hizo darme cuenta de lo poco que se habla y se representa a las personas con discapacidad en estos discursos urbanos. Hablar de la ciudad sin hablar de accesibilidad es contar la historia incompleta. Es como mostrar una foto recortada, donde falta una parte esencial de la imagen. Yo también habito esta ciudad. También tengo memoria, rabia, ternura, historias. También me enamoro, me enojo, resisto. Y aunque no puedo escribir en una pared tan fácilmente como otros, cada vez que salgo, cada vez que insisto en estar en espacios que no me invitan, también estoy dejando una huella. Mi cuerpo en la calle también es un acto político. Por eso, cuando escucho decir que “la pared grita”, pienso que sí, grita por muchas cosas. Pero me pregunto si también grita por mí. Me gustaría ver un mural donde alguien como yo esté retratado. Leer en una pintada algo que diga “queremos rampas”, “queremos dignidad”, “también estamos aquí”. Porque las personas con discapacidad también somos parte de esta ciudad que resiste, que sueña, que se expresa. Caminar la ciudad, para mí, es más que recorrerla: es desafiarla. Es reclamar el derecho a existir en ella con plenitud, sin tener que pedir permiso, sin tener que justificar mi presencia. Es decir, con cada vuelta de rueda, que yo también soy parte de este tejido urbano, y que mientras la pared grita, yo también lo haré. Porque la ciudad no es solo de quienes la caminan fácilmente. Es también nuestra. Y tenemos mucho que decir.