El mal como misterio, no como problema
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El mal como misterio, no como problema
Por Elías González Gómez
Voy a definir el mal. El mal es la opresión. Y la opresión consiste en determinar las condiciones inhumanas de vida de los demás, al margen o en contra de la voluntad de éstos
Jorge Manzano, SJ
¿Qué implicaciones tiene aproximarse al mal en tanto que misterio a diferencia de hacerlo como si fuera un problema? Todo problema tiene, por definición, una solución. Los problemas con los que lidiamos en la vida pueden ser solucionados de una u otra manera, independientemente de si contamos o no con los saberes o herramientas para de hecho lograrlo. Un misterio, en cambio, es misterio por sí mismo y desde su propio lado. Esto significa que no tiene solución posible porque su propia realidad incluye la nota de misterio, de tal manera que, si un misterio fuese de alguna forma solucionado, entonces nunca fue misterio realmente.
El mal es una realidad que nos trasciende porque nos precede y nos supera. Han existido infinitas interpretaciones o lecturas acerca de qué es el mal y probablemente sea incluso inadecuado y no demasiado clarificador apresurarse con traducciones e identificaciones rápidas entre supuestas nociones de “mal” en las diversas filosofías y tradiciones espirituales, culturales y religiosas.
Según algunas perspectivas, al mal se le contrapone el bien, conformando juntos un dualismo tajante que divide la realidad no únicamente en términos morales sino cósmico-metafísicos. En otros casos, el mal no es sino la ausencia del bien como, dicen, la oscuridad es la ausencia de la luz. Si en el primer caso bien y mal tendrían el mismo peso ontológico y en la batalla entre ambos polos consistiría el drama de la realidad, en el segundo el mal no tiene existencia ontológica en sí, sino que es la perversión o la corrupción del bien, lo único realmente existente. Encontramos también otras narrativas, en donde el bien y el mal no son más que dos caras de la misma moneda, representando cada una pulsiones, energías o dinámicas de la realidad necesarias, independientemente de cómo las interpretemos o experimentemos. Incluso habrá formulaciones en donde hablar de mal, por lo menos en sustantivo, no hace ningún sentido, puesto que lo que existe son males concretos, determinados, relativos a la experiencia de los sujetos, pero nunca como dimensión de la realidad.
De las diversas experiencias y discursos en torno al mal se desglosa el posicionamiento que habría que tener frente a este. Si el mal es el contrapunto del bien y ambos se encuentran en guerra constante, la única acción coherente sería combatirlo sin cuartel. Si en cambio el mal es parte integral de la vida, combatir el mal no solo no tiene sentido, sino que puede ser hasta perjudicial. Sería en dado caso más sabio afrontarlo con la aceptación, la justa medida y la proporción.
Un caso particularmente elocuente es la aproximación que la noviolencia tiene respecto al mal. La noviolencia descubre que al mal no se le puede combatir con más mal, puesto que en dado caso, incluso si alcanzamos la victoria frente al mal que combatimos, el resultado que tendremos será necesariamente la producción de más mal. El mal sería entonces similar a una herida que entre más la rascamos más comezón produce. Al funcionar como una suerte de cadena en donde cada eslabón proviene y está atado al anterior, el mal es como una avalancha que crece sobre sí mismo si no se le detiene, y entre más crezca más larga será la cadena, más terrible la avalancha. Si sufrimos un mal, además del daño experimentado a nivel de sufrimiento, surge en el corazón de quien lo padece la semilla de la perpetuación, que se traduce muchas veces en venganza, un ego herido que hiere, o incluso justificado bajo estandartes socialmente aceptados como justicia o retribución de daños. La única forma de detener la dinámica del mal es hacerle frente con el bien. Esto significaría cortar de tajo la cadena, impedir que el mal se perpetúe. Si el mal es una suerte de contagio que, una vez que nos contagia lo contagiamos a otras personas, la noviolencia propone quedarse con el contagio y trasmutar esa energía, romper el hilo del contagio, incluso si eso implica la entrega de la propia vida.
Con todo lo polémico y discutible que la noviolencia pueda llegar a presentarse, su propuesta dista mucho de ser la que se aplica en nuestras sociedades. Por el contrario, independientemente de la diversidad de narrativas o perspectivas acerca del mal, por más que aceptemos filosóficamente su pluralidad y el reto que esta presenta, está claro que para la mentalidad moderna el mal no es otra cosa sino un problema que tenemos que resolver. Algunas veces se quiere resolver con la confrontación abierta, otras a través de los avances de la ciencia o con lo que se puede considerar uno de los males más terribles de nuestra era: la ingeniería social.
De concebir el mal como un problema surge el mal de la ingeniería social. El mal se reduce a un asunto administrativo, a una cuestión de perfeccionamiento de los aparatos institucionales. Esta noción de mal no soporta lo inaprehensible de su realidad, por lo que lo degrada a una serie de problemas que podrán ser tarde o temprano superados. La idea moderna de enfermedad es un excelente ejemplo. La medicina moderna concibe la enfermedad como un mal, y como un agente externo y patológico que tarde o temprano podrá ser eliminado gracias a los avances tecnológicos. Las realidades de la muerte y la finitud son ignoradas o rechazadas, dejadas de lado, porque la muerte es para la ciencia moderna el mayor de sus fracasos, un recordatorio constante de que no ha alcanzado su meta: la exaltación de su limitada noción de ser humano por sobre todo límite. Esta carrera por la inmortalidad, surgida quizás en un inicio con las buenas intenciones de atender fenómenos concretos como epidemias, guerras y autoritarismos propios de los albores de la modernidad, requirió de una lucha por el control de lo real llevado hasta el extremo, al grado de desentenderse de los límites vitales dentro de los cuales había coexistido lo humano desde siempre, y hacer caso omiso de las advertencias que todas las sabidurías del planeta han lanzado y que en griego le llamaban hybris, desproporción y desmesura.
Pareciera entonces que el mal que nos aqueja actualmente es antropogénico, como va siendo cada vez más constatable en el fin de la era del carbono, el calentamiento global y el fin del clima. En su afán por eliminar el mal, el proyecto moderno ha cimbrado las bases de su propia destrucción. Esta evidencia interroga profundamente la aparente verdad antes formulada desde la noviolencia: combatir al mal con el bien. Sin embargo, se requiere tejer más fino para distinguir algunos asuntos que valen la pena ser distinguidos.
¿Se trata del mismo bien cuando hablamos del combate moderno al mal al bien propuesto por la noviolencia? El bien moderno pareciera ser proactivo, incidente; parte del deseo y cálculo humanos por reconfigurar su condición a beneficio propio. En otras palabras, el bien con que la modernidad quiere hacerle frente al mal incluye entre sus características la contraposición total entre ambas realidades (el bien no triunfará hasta que el mal sea derrotado), el cálculo y la administración de la vida para poder configurar la realidad según los propios planes (ingeniería social) y una suerte de ceguera ante los males producidos en su empeño por superar el mal. La noviolencia, por otro lado, no contrapone el bien al mal, sino que reconoce la realidad de ambos y conoce sus mecanismos, por lo que es más pasiva que activa en el sentido de contraer el dinamismo del mal en el propio cuerpo para que no se perpetúe, y es muy consciente de su propia capacidad de hacer el mal.
De lo anterior se infiere lo que probablemente sea el mayor drama contemporáneo respecto al mal: el mal no está en hacer el mal, sino en hacer el bien y que de ello resulte el mal. Puede ser que esto sea lo propio de una sociedad surgida de la corrupción del cristianismo, por lo que encarna la gran tensión vivida por el apóstol Pablo y que él mismo expresa de la siguiente manera: “Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom. 7, 19). Dicho en otras palabras, lo expresado hasta este momento no puede ser sino una invitación a percatarnos de dicho drama, del mal que cometemos a través de nuestros actos buenos. Ya lo decía Lanza del Vasto, apóstol de la noviolencia gandhiana en occidente, que más que a la maldad de los malos habría que temer a la bondad de los buenos, que durmiéndose en sus laureles, contemplan en complicidad los males que su estilo de vida sustenta. Una forma de entender esta cuestión sería completando la popular frase que quiere invitar a descubrir algún bien en los males experimentados. La frase completa tendría que ser: no hay mal que por bien no venga, ni bien que en mal no devenga.
Basta apelar a la experiencia de vida de cada quien para reconocer que muchas veces los males más difíciles de afrontar son aquellos provocados por acciones supuestamente buenas, o por lo menos realizadas en aras del bien. Con las mejores intenciones emprendemos proyectos que buscan generar algún bien a los demás y a quien los lleva a cabo, pero en el camino comenzamos a darnos cuenta de pequeños males que brotan poco a poco según avanzamos. Se crea un centro educativo con la misión de atender las necesidades de formación de alguna población, pero ante la realidad de no poder atender a todo mundo se crean criterios que disfrazamos de seleccionadores cuando en realidad son discriminatorios. Resulta que no todas las personas interesadas pueden acceder a dicho centro, y lo que originalmente estaba pensado para hacer frente a algún mal, termina por generar otros males antes inexistentes. Podríamos imaginar ejemplos incluso más banales y cotidianos, como la situación de que probablemente la decisión de casarse con alguien termine rompiéndole el corazón a otra persona, o incluso más serios como el hecho de que en esta sociedad no hay mejora o progreso en la vida de nadie que no se sustente sobre el sufrimiento ajeno. Ejemplos hay muchos: cada vez que ocupamos un puesto laboral es en detrimento de quienes no lo consiguieron, y cada vez que podemos alimentarnos miles de vidas tienen hambre.
¿Qué hacer o qué decir frente a esta realidad? Pareciera que la ahora completada máxima de no hay mal que por bien no venga, ni bien que en mal no devenga nos desnuda ante la premisa original con que se abrió esta reflexión: el mal no es un problema, es un misterio. A lo que cabría que añadir que quizás justamente el hecho de seguir experimentando al mal como un problema y seguir apresuradamente el impulso a buscar soluciones administrativas, políticas y tecnológicas, sea una de las principales fuentes de mal en nuestra era. Queriendo hacer el bien multiplicamos el mal, precisamente por pensar que el mal tiene alguna solución y que si no la encontramos, basta indagar más hasta venir con la última invención capaz de curar nuestras dolencias de cualquier tipo.
Nada de esto tendría porqué inmovilizarnos ante los males concretos que padecemos y que algo podemos y debemos hacer al respecto. Sin embargo, tal vez sí pueda humildar las pretensiones de nuestras acciones y proyectos, invitándonos a advertir los males que provocan nuestras supuestas buenas acciones, evidenciando que tal vez es verdad que el mal nos trasciende y que no es una batalla que podamos ganar. Probablemente sea nuestro afán de derrotar el mal el que continúa perpetuándolo. Experimentar el mal como misterio y no como problema podría ser el primer paso en el camino de abandonar la trayectoria autodestructiva que nuestra civilización ha tomado.