El discurso de un maestro
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El discurso de un maestro
Francisco Belgodere, profesor de la carrera de Arquitectura por más de 30 años, falleció el 12 de septiembre. En 1986 leyó, como padrino de la generación 81-86, un discurso cuyo mensaje sigue vigente.
Francisco Belgodere Brito
Tuvimos la oportunidad de conocernos en una institución en la que, quizás al azar, tal vez las convicciones de sus familias, les permitieron a cada uno de ustedes, jóvenes graduados, por ahora egresados de una Universidad de inspiración cristiana y jesuita, lo que representa, si queremos ser congruentes con Íñigo López de Loyola, ser hombres preocupados por el bien de los demás tal como aquel hombre, ahora santo, lo deseó.
En San Ignacio de Loyola prevaleció y fue clara la necesidad de la cultura y de la verdad para conseguir sus objetivos; por ello pasó por una escuela pública de Barcelona con el objeto de aprender latín, y enseguida asistió a las universidades de Alcalá de Henares, de Salamanca y, finalmente, de París, donde se relacionó con el conocimiento universal, al tiempo que se asoció con seis compañeros más, entre los que podemos contar a Francisco Xavier. Con ellos se fundó la Compañía de Jesús, que tuvo su cuartel general en Roma, en el año de 1540.
Pronto, la naciente Compañía de Jesús dio pruebas bastantes de su interés por la sociedad, por los judíos que eran atropellados en sus humanos derechos, procurando a su vez cristianizarlos; también por las mujeres abandonadas y muy en especial por los jóvenes, esto entre otras muchas cosas.
De aquí surgieron en el pecho de Íñigo López de Loyola dos inquietudes que lo dominaron: extender el cristianismo mediante misiones y educar a los jóvenes, hacia donde se enderezaron las actividades jesuíticas con mayor vehemencia.
He mencionado la cultura y la verdad como dos objetivos básicos para logar el amor y el respeto entre los hombres. Cuán hueco nos suena hoy este par de valores que, incluso, se tienen por obsoletos. Es más, sin meternos de momento en disquisiciones filosóficas, diríamos que no son precisamente obsoletos, sino algo peor: trastocados, menoscabados, usados al antojo del consumidor.
La cultura y la verdad tienen hoy muchos matices que van desde algo que pudiera parecerse a su concepto original en un porcentaje mínimo, hasta la descarada o ridícula interpretación que de ello hacen los merecedores de todo. Es más. Cultura y verdad no son hoy dos medios ideales de la gente vulgar que comercia con todo para convencer a la otra parte de la población mundial que pone, por la ley del menor esfuerzo, ínfima resistencia a pensar, a ser auténtica, a ser individuo y que, por lo mismo, es presa fácil de los que han creado y gobiernan el sistema en que vivimos, corrompido, maloliente, vacío de todo, lleno de nada y que no permite a los hombres mirar más allá del tener, del aparecer, nunca del Ser, del Ser auténtico de cada quien.
De aquí se desprende que todo, aun las universidades del mundo –con sus respectivas excepciones, por supuesto, y que confirman la regla-, sean medios del sistema, agentes disfrazados al servicio del desarrollo industrial y técnico, es decir, fábricas de engranitos para mover la gran maquinaria de los millones de unos cuantos, los de aquellos que justamente están promoviendo y defendiendo al sistema; de aquellos que no tienen empacho en usar a la cultura y a la verdad, al amor, a la libertad, a la independencia y hasta a Dios, para obtener beneficios económicos con esas poco felices confusiones. Todos los valores eternos han sido trastocados para alcanzar un ideal enano: la productividad, el desarrollo económico.
¡Qué lejos estamos del paradigma original de San Ignacio en lo que toca a las universidades! No importan sus colores, tendencias o ideales. Muy pocas son las que se salvan en el mundo.
Otro punto doloroso es lo relacionado con el valor libertad. La libertad es hoy sui géneris, al gusto y a la medida del sistema; va de acuerdo con sus intereses. No se nos dice algo de la auténtica libertad y mucho menos se nos da. Libertad es solo una palabra, una imagen, un fantasma que se predica por todas partes, mas no es la libertad que nos trajo Cristo, la libertad que brota del corazón y que, al querer o no, se consolida poco a poco en la persona que quiere tenerla. Esa libertad no es, en síntesis, la que se mira diáfana en el Amor, en el buen trato a los demás, en el "Amaos los unos a los otros como yo os he amado".
La libertad que nos permite tener el sistema es la que nos esclaviza con el consumismo, con la tarjeta de crédito o con la cuenta de cheques, con el seguro contra esto o contra lo otro. La que nos recomienda estatus o niveles sociales patéticos y nos coloca en una eterna lucha por aparentar y aparecer eternamente como más que los demás, con mucho más de lo que uno tiene en realidad y con ello empujar a la humanidad a vivir dos vidas, a ser indiferente hacia los demás, al delito, al orgullo, etcétera, hasta que reventamos hartos de tanto despreciar, desear y querer tener más cada día a cualquier precio, afincados siempre única y exclusivamente en lo material, en tener y aparecer.
La libertad que en 1986 nos es dado a tener, es para hacernos depender esclavizados merced a elevadas deudas económicas que mucho tienen de forzosas y nada de libres y que incluyen por supuesto al individuo y a las naciones.
Esa es nuestra ineludible realidad, realidad a la que no nos queda más remedio que aceptar como es, cara a cara, para poder combatirla y ese, queridos ahijados, es el gran reto de ahora y no sólo para ustedes, sino para todo aquel que se siente comprometido con su linaje.
Ustedes a partir de hoy van a enfrentarse a un nuevo cambio en su vida y en su personalidad, y esa transformación tiene que suceder con plena consciencia de su parte sobre la realidad social y antropológica que les tocó vivir, que es ineludible, que no se le puede ni se le debe sacar la vuelta, porque eso sería en perjuicio de ustedes mismos y de sus hijos, pues la historia no perdona los errores humanos cometidos por pusilanimidad o por egoísmo.
Es a ustedes a quienes en este momento feliz de su existencia, cuando han culminado una etapa difícil e importante de su vida; cuando están entrando de lleno y en serio por primera vez al universo de las responsabilidades, se les plantea la posibilidad de colaborar ampliamente para que el mundo vuelva a la ya muy esperada época ascendente hacia el clímax, misma que tenemos que fabricar los hombres y no solo para nosotros como tales, sino también para las circunstancias en que tendremos que movernos y que obviamente serán el escenario de nuestras vidas.
Tenemos a partir de hoy la obligación de forjarnos individualmente una madurez afectiva que nos permita con nuestro trabajo y nuestra actitud, cambiar los patrones de vida actuales, es decir, no vivir una eterna competencia para estar siempre antes o encima de los demás, sino canalizar esa energía y esa enjundia propia de la juventud para vivir al servicio del que es, o puede menos que nosotros; se trata de devolverle su auténtica connotación a los valores eternos del bien y del mal, de libertad, de cultura y de verdad.
Vamos cambiando el concepto actual del hombre considerado como mero "recurso humano" por el auténtico de creatura semejante a nosotros. Vamos evitando usar al prójimo como un escalón más para encumbrarme yo. Eludamos confundir al ser humano con un robot que trabaje explotado y envilecido para mi enriquecimiento. Vámonos mirando como hermanos que dependemos unos de otros; como hermanos entre quienes podemos prodigarnos buenos sentimientos.
Sí. Muy probablemente para muchos, todo esto suene a idealismo insulso propio de los tiempos que corren. Sin embargo, no solo no es algo platónico sino que, además, el destino les ha puesto a ustedes en las manos de los medios idóneos para lograr los objetivos de servicio y amor hacia nuestros semejantes para desechar los actuales cánones de mera explotación que delicadamente llaman "negocio".
El medio idóneo al que me refiero es precisamente su carrera. Son arquitectos. Son los hacedores del receptáculo donde habita, trabaja o se divierte el hombre. Son ustedes los que tienen en sus manos lograr que el hombre viva mejor cada día, no en moradas enajenantes o deprimentes, sino al contrario, amplias, alegres, luminosas, donde todo sea válido menos el negocio leonino aparejado al abatimiento de costos y a la inseguridad tanto moral como física que ello representa.
Huelga decir que no se está sugiriendo que se regale el trabajo de cada uno. Se está proponiendo que se aleje de nuestros sentimientos el negocio inmoral o pervertido y la deshumanización a cambio de unos cuantos pesos.
Para levantar un tabique sobre otro y con ello hacer muros y casas y edificios, no hace falta venir a la Universidad; eso cualquier albañil más o menos experto lo hace con pericia. El arquitecto acude a las aulas a aprender a dignificar los espacios donde ha de moverse el hombre, y esa dignificación se obtiene no sólo con excelente aprovechamiento de las superficies dadas, no en cantidad sino en calidad, más bien con diseños adecuados y proyectos en los que sea obvia la preocupación porque quienes vayan a residir, laborar o tengan algo que ver con ellos, sean plenamente felices.
El arquitecto desde el restirador, en tanto piense en servir al que es menos, o pueda menos, si es que su semejante en cualquier circunstancia tienen en sus manos muy buen porcentaje de oportunidades para rescatar aquello de la existencia que hoy parece perdido; el real vivir bien de cada uno de los seres humanos -lo que no implica necesariamente el ser rico-, y así arrimarnos cada vez más a la labor de volver su autenticidad a los valores eternos de bien, bondad y amor.
El ser humano tiene no solo el deseo de trascender, sino la obligación de hacerlo. Mientras vivamos alterando el orden lógico de la naturaleza en pos de sacar dinero de ello, el mundo irá a pique. Pero los arquitectos tienen en la mano el poder, si así lo desean, de colaborar enormemente para volver las cosas a su cauce normal, pues su trabajo, que es el que les dará la gran oportunidad de trascender con grandeza y dignidad hacia el futuro, es un medio fantástico para detener esta escala de la ley del más fuerte que hoy estamos viviendo.
Vamos a convertir al mundo de jungla a manso espacio para vivir humanamente. Aun así habrá satisfacciones, felicidad y alegría de vivir y también algo de dinero que es el complemento, no el fin.
El hecho de que van a ser exalumnos jesuitas, los compromete moralmente a pensar en lo que se ha dicho con mayor profundidad y con el verdadero interés de mejorar individualmente, pues en el fondo, el ideal de San Ignacio de Loyola no es otra cosa que lo que se ha expuesto; bástenos recordar el empeño que puso en defender a todos aquellos que eran atropellados en sus derechos humanos durante su tiempo. Un exalumno jesuita no puede, ni debe en conciencia, salir de la universidad a atropellar a sus hermanos, sino a ver por ellos en su justa medida.
Que conste que ya nadie de los que me escuchan podrá decir que nunca alguien les habló de ello. El ITESO es jesuítico y el ITESO se los ha dicho.
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